lunes, 3 de marzo de 2014

La sonrisa de Ana

Por: Erick Peredo

       Hay muchas personas a las que admiro, pero un nombre resalta al momento de contar una historia de orgullo. Ana Karen, una chica que trabaja y estudia, hija ejemplar y sostén de su hogar, tiene tras su característica sonrisa, una historia llena de cosas impactantes.

Decidida, de carácter fuerte, a quien la vida misma le enseñó a ser así, creció sin tener a lado suyo a su mamá y a su papá biológicos, simplemente porque ninguno de ellos quiso estar ahí. Aun así no le faltó familia, hubo alguien que supo ser madre y padre para ella, que le mostró el valor de los pequeños detalles, de la humildad; él, a quien ella llama “padre”, era en realidad su tío, un hombre que sabía del trabajo que cuesta ganarse las cosas, así como de la alegría de compartir lo poco o mucho que se tiene, Karen tuvo en él a su familia, hasta que a él le arrebataron la vida en un instante. 

A sus 12 años, no podía resignarse al hecho de que su tío, su padre, no volvería; día tras día lo esperaba mirando el camino que ambos solían recorrer, hasta que se hacía de noche y las esperanzas menguaban. Fue una de esas noches cuando comprendió que ese camino ella ahora lo debía recorrer sola, pues tenía conocidos con quienes compartía lazos sanguíneos, pero ya no tenía una familia.  Sola y trabajando desde pequeña para que aquellos conocidos le dieran algo de comer, ella no dejó de luchar, pues ya era fuerte.

Poco tiempo después, una nueva etapa llegó, el momento de volver a tener una familia, esta vez con su mamá. Karen conocía a su madre, pero siempre le hicieron creer que era su hermana, la hermana que decidió vivir lejos, hasta que por fin, en esta ocasión, tuvo la oportunidad de conocer como lo que realmente era. Descubrió también que tenía dos medios hermanos. Una nueva familia en donde todos la recibieron bien, excepto su mamá, algo que Karen supo desde un principio y lo sabe hasta estos días, pero que aunque le duela, no ha sido motivo para que ella deje de apoyarla o le guarde rencor, pues da todo por su familia.

Ella es un orgullo, ha sabido salir adelante y ganarse lo que tiene con su trabajo. Tiene las enseñanzas del hombre que fue su padre. La admiro porque supo levantarse de golpes fuertes que puede dar la vida, el destino, o como le quieras llamar. Y a pesar de todo nunca pierde esa sonrisa que la caracteriza.


EL ORGULLO POR MI ABUELITO

Por: Cristina Hernández.

Suelas de zapatos, calzado, hermosos paisajes, y unión familiar; son sin duda las palabras que representan la vida de mi abuelito Roberto Hernández Fuentes. El oficio de zapatero lo aprendió de su padre en la ciudad de León, Guanajuato. Su primer trabajo fue a la edad de trece años, como ayudante de una persona que plisaba y planchaba las suelas.
 Los mejores recuerdos que tiene son de cuando jugaba con sus hermanos, abuelitos y tíos. Los malos son protagonizados por la tiranía de sus padres hacia sus siete hermanos, enalteciendo el favoritismo a Ramón, el mayor.
A pesar de estas diferencias la relación con su hermano fue muy buena, eran inseparables; sin embargo, con su hermana fue tirante y con los demás considera haber tenido una buena relación, únicamente de respeto. Desde que mi abuelito se casó, Ramón y él comenzaron a alejarse, actualmente ya no se frecuentan.
A raíz de las situaciones anteriores vividas con sus padres y hermanos, decidió que él no quería ser así con sus hijos y afortunadamente lo ha logrado. Desde que se casó con mi abuelita, María del Rosario García Ramírez, la llevó a León a conocer el lugar donde había nacido, a su familia, sus lugares y comida favorita.
Actualmente los viajes familiares se hacen más placenteros pues vamos toda la familia. Es una tradición ya totalmente inculcada ir a León al  menos dos veces al año y mi abuelito ha hecho una buena labor al enseñarnos a amar su tierra pues todos disfrutamos mucho esos viajes y los anhelamos con gran entusiasmo.

            Si algo nos ha enseñado también es a ser compartidos, a cuidar y proteger a la familia de la cual formamos parte pero sobre todo a permanecer siempre juntos en las situaciones buenas, malas y hasta en las peores. Es un valor que tenemos muy inculcado.

El amor de María


Por: Brenda Suaste.

María nunca planeó su vida, aceptó sus circunstancias, no cuestionó nada ni a nadie, se acostumbró a vivir para los otros. María no saboreó su infancia, pero aprendió a disfrutar el juego ajeno, a ser feliz con la alegría de los que amaba. Su condición de primogénita, la mayor de seis hermanos, le negó el derecho de existir para sí misma. 

Se despidió de la primaria para convertirse en la mano derecha de su padre, don Esteban. No volvió jamás a pisar un salón de clases. Se quitó el uniforme, se ensució de cemento y cal para aprender el oficio de su padre y de su abuelo: albañil, ese noble constructor que pega ladrillos, pero también penas. Don Esteban le enseñó otra “chamba”: cocinar carnitas, desde la matanza hasta el cerdo convertido en taco. Aquel manjar se vendía por su fama, la gente sabe que el sazón se hereda.

Tenía catorce años cuando conoció a Pedro, el primer y único hombre de su vida. Comenzó su historia juntos, un tercer miembro, el alcohol, también se volvió parte de la familia. Eran Pedro, el alcohol y María. Esa situación le era “natural”, cotidiana, después de todo ella y sus hermanos se acostumbraron a estar entre borrachos, atendían la pulquería de su padre.

María bonita, María quinceañera, María que apenas había dejado de ser niña ahora llevaba en su vientre a su primer hija, Erika. Afortunadamente contaba con la experiencia de su madre, doña Raymunda, ella sabía de males pero también de alivios. Sus siguientes cinco hijos mantenían a  María de un lado a otro; de cocinera, de albañil, hasta de curandera, infatigable a los ojos de los demás. Pero nunca se le borró la sonrisa del rostro, y sus carcajadas resonaban para anunciar que ella había llegado.

Si la  vieran ahora, a sus 55 años y su talla pequeña, cargando grava y arena. Si sintieran sus manos carcomidas por el cemento y los estragos de un traumatismo mal tratado se darían cuenta de cuánto ha trabajado esa mujer. Pero ni el cansancio, ni el alcoholismo de Pedro han logrado amargarle la vida, pareciera que le hace frente a la vida con sonrisas.


¡Doña Mary! Le grita la gente con cariño en la calle, no sólo por su peculiar carisma, sino porque les ha aliviado de sus males. Los albañiles como ella sufren de muchas cosas, los obreros viven al día y para el doctor no les alcanza. Pero ella con sus manos precisas y enérgicas arregla los huesos, prepara menjunjes, cura de espanto y todo, por “lo que sea la voluntad” del achacoso ¡a’i pa’l chesco! dice doña Mary.

María de ojos tristes y gran sonrisa sigue sin planear su vida. Todos los días levanta la cara al cielo y pide por ella y por los suyos. Dando pasos firmes va y viene. Hace todo con amor, sí, aceptó sus circunstancias pero siempre supo que el trabajo nos hace dignos, nos hace humanos. Yo creo que María se quedó donde hacía falta; por su experiencia, por su sazón, por su alegría. Así es María.


Inspirado en mi amada tía, María de los Ángeles Tovar Domingo.
                                                     María con su hija Isabel, su nieto Pedrito de un año y yo.