Por: Brenda Suaste.
María nunca planeó su vida, aceptó sus
circunstancias, no cuestionó nada ni a nadie, se acostumbró a vivir para los
otros. María no saboreó su infancia, pero aprendió a disfrutar el juego ajeno,
a ser feliz con la alegría de los que amaba. Su condición de primogénita, la
mayor de seis hermanos, le negó el derecho de existir para sí misma.
Se
despidió de la primaria para convertirse en la mano derecha de su padre, don
Esteban. No volvió jamás a pisar un salón de clases. Se quitó el uniforme, se
ensució de cemento y cal para aprender el oficio de su padre y de su abuelo:
albañil, ese noble constructor que pega ladrillos, pero también penas. Don
Esteban le enseñó otra “chamba”: cocinar carnitas, desde la matanza hasta el
cerdo convertido en taco. Aquel manjar se vendía por su fama, la gente sabe que
el sazón se hereda.
Tenía
catorce años cuando conoció a Pedro, el primer y único hombre de su vida.
Comenzó su historia juntos, un tercer miembro, el alcohol, también se volvió
parte de la familia. Eran Pedro, el alcohol y María. Esa situación le era
“natural”, cotidiana, después de todo ella y sus hermanos se acostumbraron a
estar entre borrachos, atendían la pulquería de su padre.
María
bonita, María quinceañera, María que apenas había dejado de ser niña ahora
llevaba en su vientre a su primer hija, Erika. Afortunadamente contaba con la
experiencia de su madre, doña Raymunda, ella sabía de males pero también de
alivios. Sus siguientes cinco hijos mantenían a
María de un lado a otro; de cocinera, de albañil, hasta de curandera,
infatigable a los ojos de los demás. Pero nunca se le borró la sonrisa del
rostro, y sus carcajadas resonaban para anunciar que ella había llegado.
Si
la vieran ahora, a sus 55 años y su
talla pequeña, cargando grava y arena. Si sintieran sus manos carcomidas por el
cemento y los estragos de un traumatismo mal tratado se darían cuenta de cuánto
ha trabajado esa mujer. Pero ni el cansancio, ni el alcoholismo de Pedro han
logrado amargarle la vida, pareciera que le hace frente a la vida con sonrisas.
¡Doña
Mary! Le grita la gente con cariño en la calle, no sólo por su peculiar
carisma, sino porque les ha aliviado de sus males. Los albañiles como ella
sufren de muchas cosas, los obreros viven al día y para el doctor no les
alcanza. Pero ella con sus manos precisas y enérgicas arregla los huesos,
prepara menjunjes, cura de espanto y todo, por “lo que sea la voluntad” del
achacoso ¡a’i pa’l chesco! dice doña Mary.
María
de ojos tristes y gran sonrisa sigue sin planear su vida. Todos los días
levanta la cara al cielo y pide por ella y por los suyos. Dando pasos firmes va
y viene. Hace todo con amor, sí, aceptó sus circunstancias pero siempre supo
que el trabajo nos hace dignos, nos hace humanos. Yo creo que María se quedó
donde hacía falta; por su experiencia, por su sazón, por su alegría. Así es
María.
Inspirado en mi amada tía, María de los Ángeles Tovar Domingo.
María con su hija Isabel, su nieto Pedrito de un año y yo.
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